“El amor de una mamá no lo tiene
nadie”; bueno, alguien rebasa al amor maternal: ¡Dios! Dios que es la fuente de
todo amor porque es amor: “Yo nunca me olvidaré de ti”. Bastaría recordar y
vivir esta palabra del profeta Isaías para que se cayeran todos los traumas que se
han ido incrustando a lo largo de nuestra vida.
Pero hay más: “Miren las aves del
cielo… el Padre celestial las alimenta”. ¿Lo has visto? No, ¿verdad? Es que el
Padre celestial nos tiene a nosotros para alimentar las aves del cielo, para
repartir el pan de la vida, para abrazar al hermano con verdad, para servir a
un solo Señor, para no preocuparnos por el día de mañana, porque a cada día le
bastan sus propios problemas”.
Ese dualismo que nos ha hecho tanto
daño: Dios y nosotros. La solución es Dios en nosotros y nosotros en Dios,
siendo uno. Así nosotros somos, en el aquí y ahora de nuestra vida, la
providencia, la ternura, el perdón, la salvación de Dios. Tú tomas un bolígrafo
y escribes una carta. Toda la carta es tuya y toda la carta es del bolígrafo:
sólo, no podría escribir ni una letra; solos, nosotros tampoco; pero juntos podemos
escribir una maravillosa carta de amor.
Es cierto que en nuestra relación con
Dios hay un tú: tú y Dios; él es el Creador, nosotros sus creaturas. Esto es
maravilloso porque es al único Señor que podemos servir de verdad. El Salmista
canta: “Sólo en Dios he puesto mi confianza”. Pero lo maravilloso es que Dios
ha puesto su confianza en nosotros. Me cuesta mucho aceptar que para que la
Iglesia reconozca la santidad de una persona tiene qué producirse un milagro
por su intercesión. ¿Qué más milagro que el testimonio de una vida según el
evangelio? ¡Qué fuerza de convencimiento tiene el amor de una Mamá por sus
hijos! Es más que la curación de algo medicamente imposible. “Esta generación,
dijo Jesús, pide un milagro y no se les dará otro que el de Jonás”. Pero, creo que me desvío del tema, vuelvo al
evangelio.
Últimamente ha surgido una ingeniosa
respuesta frente a la situación conflictiva de la juventud y, en general, de la
sociedad: “preocúpate no, ocúpate si”. Sí, a veces la preocupación es fuente de
angustias y de pasividades, mientras que el ocuparse trae consigo una serie de
respuestas, compromisos con imaginación y eficacia. Este evangelio no es el
evangelio de la despreocupación sin más, es el evangelio de la coherente
relación con Dios, con la naturaleza, con nosotros mismos. Confiar en Dios,
asegurarnos que cada día tiene su propio afán, nos lleva a un sano
comportamiento interior y al ejercicio eficaz de la lucha por la vida.
Somos administradores, nos dice san
Pablo, y lo que se nos pide es la fidelidad no la preocupación por el qué
dirán. Sí, la fe es confiar en Dios y también estar seguros que Dios confía en
nosotros.
P. Sergio García Guerrero, MSpS.
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