martes, 30 de octubre de 2012

FIESTA DE TODOS LOS SANTOS Y CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS (1 Y 2 de Noviembre 2012)


Aprendí, hace mucho, que dos negaciones hacen una afirmación. Dos negaciones seguidas, por ejemplo: “hoy no quiero no ir”. Eso quiere decir que sí quiero ir. Es una manera complicada de hablar, pero a veces resulta.

Hay que matar a la muerte serían también dos negaciones, dos muertes o sea hay que vivir. Pues hoy quiero matar a la muerte, hoy quiero matara todos los muertos y decir que están vivos.

La iglesia no celebra a los muertos ni mucho menos la muerte. Celebra a los fieles difuntos; dice que los que murieron, sí murieron, pero que no están muertos, sino que están vivos. Porque detrás de cada muerte hay una resurrección. La prolongación de la celebración de la muerte, sin seguirle inmediatamente la resurrección, no es evangélica.

La secretaría de turismo promueve “el día de muertos”, la iglesia celebra la vida de los que han muerto: “Porque la vida de los que en ti creemos Señor, no termina, se transforma”. Todo por el gran resucitado, Jesús. Ciertamente para resucitar hay que morir: la vida es parte de la muerte, como la muerte es parte de la vida.

Las costumbres sobre la muerte son respetables, claro está: el altar y el pan de muertos (muy sabroso por cierto), el cempasúchil, los retratos, la fruta y las comidas del día de muertos, son respetables, pero también son evangelizables.  O sea, necesitan todas nuestras tradiciones una sobredosis de resurrección.

Dos celebraciones tiene la Iglesia muy juntas: La fiesta de todos los santos, y la conmemoración de los fieles difuntos. El RIP famoso puesto en todas las tumbas significa: “Requiescant in pace”, “descansen en paz”. Se acabó la lucha, se acabó el agobio, se acabó la agonía, se terminó la vida pequeña y transitoria, para dar paso a la vida eterna, grande y definitiva.

“El hombre, con clara consciencia de su infinita tiniebla que viene por la muerte, debe disfrutar, en la finitud, de la infinita luz de Dios, en que puede erguirse un instante. Los bordes de su existencia, el antes y después, no están alumbrados. No ha de contar con ellos. Por eso, el hombre está llamado a vivir una mezcla de angustia y confianza.

El hombre se sitúa en la luz que se proyecta entre dos grandes oscuridades: el antes de su existencia y el después de su vida. A esto le llama muerte. Algunas luces se asoman en el Evangelio. Pero la luz es en este lado. Al borde de la muerte, nos sostiene la esperanza que “no dejará caer a su elegido en la corrupción”. Por eso, celebramos la vida, la celebramos en esperanza.

Celebrar el día de muertos, solamente, es romper con esa relación con Dios que nos pide confiar en que volverá y nos llevará con él. Por eso, me resisto al día de muertos. Es distinto celebrar “la conmemoración de todos los fieles difuntos”.


No quiero celebrar la muerte, aunque todos moriremos; no quiero quedarme en la muerte, aunque tenga la simpatía de una calaca flaca y el apelativo chapucero de “la santa muerte”, mal entendida y peor llevada.

La angustia de hoy es parte de la alegría del mañana. El dolor de la separación es condición del encuentro de mañana. Todo esto nos lo dice Jesús, sin explicarnos como será esto ni dónde ni por qué.

Cuando Jesús dice “Yo soy la luz del mundo”, quiere decirnos “de este mundo”. El antes y después se lo reserva en su corazón de Señor de toda la humanidad, de más allá de la creación y de todo cuanto es envuelto en el ser.

En nuestro Estado laico se concede puente vacacional para celebrar los muertos. Claro “deja que los muertos entierren a sus muertos”, dijo Jesús. El misterio se mete por todos los rincones del ser, porque es ser, creyente o no creyente. El misterio, que puede ser iluminado por la luz de Cristo, se queda oscuro y sin trascender. Por eso, lo normal es que un estado laico o una sociedad desacralizada y empobrecida de racionalismo, celebre a los muertos.

Nuestra fe en Jesús nos hace celebrar la vida en dos días seguidos: el uno de noviembre celebramos a todos los santos, esto quiere decir que abarcamos a todo el cielo: santos reconocidos aquí abajo como San Francisco, los Apóstoles, Santa Lucía, San Charbel, etc. y los no reconocidos o sea la mayoría de nuestros familiares y amigos. Celebramos a los santos, porque fue conocida su forma de vivir el evangelio, no porque fueran mejores que nuestros abuelos. Y los consideramos modelos permanentes de nuestro caminar en la fe.

El día dos celebramos la vida de los fieles difuntos, de los que han muerto, pero no están muertos. Nos asomamos con ellos al misterio de la muerte que algún día vendrá también sobre nosotros y dejamos que un poco o mucho de angustia nos deposite ahora en los brazos del querido Dios.

Hay que matar a la muerte o sea hay que vivir. Hay que morir al pecado para vivir en el amor de Dios y en el servicio a los hermanos. Podemos hacer de esta vida no solamente un “valle de lágrimas” o “una mala noche en una mala posada”, como decía Santa Teresa. Podemos dejarnos iluminar por la palabra de Jesús: Felices los pobres, felices los que sufren, bienaventurados los misericordiosos, son geniales los que luchan por la paz, y fantásticos los que tienen la mirada limpia y el corazón sano. Felices, también, cuando los persigan por causa de la justicia, porque adelantan ya la posesión del Reino de Dios, siendo ahora lo que serán en la eternidad (cf. Mt 5, 1-5).

Santa, entre los santos, es María y, con ella, formamos una sola y gran familia: la del cielo y la de la tierra que es el Reino de Dios.

P. Sergio García Guerrero, MSpS.

viernes, 12 de octubre de 2012

Año de la Fe



FIDEI, que nos invita a la comunión con DIOS, reforzando la fuerza del Bautismo en la que nos hacemos hijos del PADRE, somos glorificados en la Gracia de la Resurrección del HIJO y con el ESPÍRITU SANTO somos guiados para un retorno glorioso.

Con esta convocatoria, no podemos dejar de ser SAL de la tierra y mucho menos LUZ mundo.

Renovemos nuestra fe, reflexionemos nuestro caminar como Iglesia a fin de dar un testimonio coherente y renovador.

LLUKALLPA