Aprendí, hace mucho, que dos
negaciones hacen una afirmación. Dos negaciones seguidas, por ejemplo: “hoy no
quiero no ir”. Eso quiere decir que sí quiero ir. Es una manera complicada de
hablar, pero a veces resulta.
Hay que matar a la muerte serían
también dos negaciones, dos muertes o sea hay que vivir. Pues hoy quiero matar
a la muerte, hoy quiero matara todos los muertos y decir que están vivos.
La iglesia no celebra a los muertos ni
mucho menos la muerte. Celebra a los fieles difuntos; dice que los que
murieron, sí murieron, pero que no están muertos, sino que están vivos. Porque
detrás de cada muerte hay una resurrección. La prolongación de la celebración
de la muerte, sin seguirle inmediatamente la resurrección, no es evangélica.
La secretaría de turismo promueve “el día
de muertos”, la iglesia celebra la vida de los que han muerto: “Porque la vida
de los que en ti creemos Señor, no termina, se transforma”. Todo por el gran
resucitado, Jesús. Ciertamente para resucitar hay que morir: la vida es parte
de la muerte, como la muerte es parte de la vida.
Las costumbres sobre la muerte son
respetables, claro está: el altar y el pan de muertos (muy sabroso por cierto),
el cempasúchil, los retratos, la fruta y las comidas del día de muertos, son
respetables, pero también son evangelizables.
O sea, necesitan todas nuestras tradiciones una sobredosis de
resurrección.
Dos celebraciones tiene la Iglesia muy
juntas: La fiesta de todos los santos, y la conmemoración de los fieles
difuntos. El RIP famoso puesto en todas las tumbas significa: “Requiescant in
pace”, “descansen en paz”. Se acabó la lucha, se acabó el agobio, se acabó la
agonía, se terminó la vida pequeña y transitoria, para dar paso a la vida
eterna, grande y definitiva.
“El hombre, con clara consciencia de su
infinita tiniebla que viene por la muerte, debe disfrutar, en la finitud, de la
infinita luz de Dios, en que puede erguirse un instante. Los bordes de su
existencia, el antes y después, no están alumbrados. No ha de contar con ellos.
Por eso, el hombre está llamado a vivir una mezcla de angustia y confianza.
El hombre se sitúa en la luz que se
proyecta entre dos grandes oscuridades: el antes de su existencia y el después
de su vida. A esto le llama muerte. Algunas luces se asoman en el Evangelio.
Pero la luz es en este lado. Al borde de la muerte, nos sostiene la esperanza
que “no dejará caer a su elegido en la corrupción”. Por eso, celebramos la
vida, la celebramos en esperanza.
Celebrar el día de muertos, solamente,
es romper con esa relación con Dios que nos pide confiar en que volverá y nos
llevará con él. Por eso, me resisto al día de muertos. Es distinto celebrar “la
conmemoración de todos los fieles difuntos”.
No quiero celebrar la muerte, aunque
todos moriremos; no quiero quedarme en la muerte, aunque tenga la simpatía de
una calaca flaca y el apelativo chapucero de “la santa muerte”, mal entendida y
peor llevada.
La angustia de hoy es parte de la
alegría del mañana. El dolor de la separación es condición del encuentro de
mañana. Todo esto nos lo dice Jesús, sin explicarnos como será esto ni dónde ni
por qué.
Cuando Jesús dice “Yo soy la luz del
mundo”, quiere decirnos “de este mundo”. El antes y después se lo reserva en su
corazón de Señor de toda la humanidad, de más allá de la creación y de todo cuanto
es envuelto en el ser.
En nuestro Estado laico se concede
puente vacacional para celebrar los muertos. Claro “deja que los muertos
entierren a sus muertos”, dijo Jesús. El misterio se mete por todos los
rincones del ser, porque es ser, creyente o no creyente. El misterio, que puede
ser iluminado por la luz de Cristo, se queda oscuro y sin trascender. Por eso,
lo normal es que un estado laico o una sociedad desacralizada y empobrecida de
racionalismo, celebre a los muertos.
Nuestra fe en Jesús nos hace celebrar
la vida en dos días seguidos: el uno de noviembre celebramos a todos los
santos, esto quiere decir que abarcamos a todo el cielo: santos reconocidos
aquí abajo como San Francisco, los Apóstoles, Santa Lucía, San Charbel, etc. y
los no reconocidos o sea la mayoría de nuestros familiares y amigos. Celebramos
a los santos, porque fue conocida su forma de vivir el evangelio, no porque
fueran mejores que nuestros abuelos. Y los consideramos modelos permanentes de
nuestro caminar en la fe.
El día dos celebramos la vida de los
fieles difuntos, de los que han muerto, pero no están muertos. Nos asomamos con
ellos al misterio de la muerte que algún día vendrá también sobre nosotros y
dejamos que un poco o mucho de angustia nos deposite ahora en los brazos del
querido Dios.
Hay que matar a la muerte o sea hay
que vivir. Hay que morir al pecado para vivir en el amor de Dios y en el
servicio a los hermanos. Podemos hacer de esta vida no solamente un “valle de
lágrimas” o “una mala noche en una mala posada”, como decía Santa Teresa.
Podemos dejarnos iluminar por la palabra de Jesús: Felices los pobres, felices
los que sufren, bienaventurados los misericordiosos, son geniales los que
luchan por la paz, y fantásticos los que tienen la mirada limpia y el corazón
sano. Felices, también, cuando los persigan por causa de la justicia, porque
adelantan ya la posesión del Reino de Dios, siendo ahora lo que serán en la
eternidad (cf. Mt 5, 1-5).
Santa, entre los santos, es María y,
con ella, formamos una sola y gran familia: la del cielo y la de la tierra que
es el Reino de Dios.
P. Sergio García Guerrero, MSpS.
No hay comentarios:
Publicar un comentario